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POR QUÉ ESCUCHO BLACK METAL


 Lo que viene a continuación no pretende ser una justificación ni una excusa. Tampoco es una apología de un género que, por distintos motivos, no puede ser reivindicado ante el gran público para que éste lo acoja en masa alegremente. Se trata sencillamente de una exposición de lo que el black metal ha supuesto y supone en la vida de un individuo concreto y, a partir del caso particular, que en sí mismo carece de importancia, constituye un intento de ilustrar cómo un tipo de música o de arte con personalidad propia y genuina identidad puede aportar un inmenso bagaje a la experiencia humana que haga de la vida algo más rico, más vibrante y de mayor interés.


 ¿Por qué escucho black metal? A lo largo de los años, me he hecho esta pregunta en más de una ocasión. Hay veces en que uno duda de sí mismo y se plantea el porqué de su perseverancia en una actitud o inclinación que parecen ir a contracorriente de todo y de todos. El black metal no es popular. No te hace nuevos amigos (al menos a priori), tampoco está de moda, si hablamos a gran escala, y ni siquiera está bien visto por la mayoría de la gente, que muy probablemente no lo conozca pero no tardará en juzgarlo en cuanto escuche un par de canciones o vea alguna fotografía. Dicho todo esto, podría parecer el género ideal para personas con vocación de originalidad que se consideren más inteligentes o más profundas por abrazarlo, pero en este caso la música clásica, el jazz, el indie rock o incluso la electrónica minimalista le ganan la partida como refugio contemporáneo de la pedantería. Mi respuesta inicial, por lo tanto, debe limitarse a una sencilla pero sincera constatación: si escucho black metal es por casualidad, porque se cruzó en mi camino.

 Llegué al black metal hace unos cuantos años, de la mano de una persona importante en mi vida, detalle este último que confirió al descubrimiento un toque de misterio revelado, de misticismo compartido. Al principio quedé aterrado por tamaña descarga cruda de poder, pero eso fue justamente lo que me hizo ir cogiéndole poco a poco el gusto a un género que tardó su tiempo en ganarse mi beneplácito. Aún recuerdo cuál fue el primer disco de black metal que escuché entero, Infernal Eternal de Marduk, cuya canción Materialized in Stone me pareció una metáfora de lo siniestro, en la que horror y hermosura eran capaces de convivir en un mismo ente, en armoniosa cohabitación: una mixtura perfectamente proporcionada y tremendamente original que provocaba rechazo por su forma a la vez que atraía por su emotividad. Tampoco se me han olvidado las escuchas iniciales de uno de los primeros discos que me compré, Pure Holocaust. En un primer momento me horrorizó, acostumbrado como estaba ya al estilo posterior de Immortal, pero a día de hoy es uno de esos discos que procuro llevar siempre conmigo para volver a él regularmente, una especie de reliquia que nunca me abandona.

 Mi llegada al black metal podría calificarse de abrupta ya que, a diferencia de la mayoría de los fans del metal que he conocido, yo no seguí el recorrido habitual desde el rock o el seudometal comerciales, pasando por el heavy metal clásico, hasta formas musicales más extremas, sino que pasé directamente al lado oscuro en su vertiente más densa. La evolución lógica tuve que hacerla hacia atrás, cometiendo la relativa aberración de haber escuchado antes, por ejemplo, a Enslaved que a Judas Priest, aunque debo decir en mi defensa que con el tiempo he ido colmando mis lagunas. El black metal, además de atraerme musicalmente, le abrió a mi mente juvenil una serie de puertas de las que previamente no era consciente. Por paradójico que me resultara, de aquel estilo musical tan negativo y hermético emanaba un sentimiento de reverencia y aprecio por determinados valores que conectaban con mi forma de pensar y de sentir las cosas: comunión con la naturaleza, importancia de las raíces, desprecio por lo superficial, conciencia de la propia muerte y voluntad de realizar grandes hazañas. Todo ello anclado en la música de una forma tan profunda como impenetrable a simple vista, prodigio sutil que le confería una trascendencia aún mayor ante mis ojos.

 En lo esencial, debo decir que esta forma de concebir el black metal no ha cambiado demasiado para mí. De hecho, no fue hasta pasados varios años cuando fui capaz de comenzar a conceptualizar de forma racional lo que antes era un conglomerado de ideas y sensaciones en bruto que no precisaban ser ordenadas para poder experimentarse en toda su plenitud. A partir del black metal accedí a una serie de ámbitos a los que quizá no habría llegado de otra forma, o lo hubiera hecho en una versión mermada y empobrecida. Redescubrí la mitología, celta, nórdica y sumeria, que ya me había apasionado años atrás, y volví a sumergirme en ella con un afán renovado de búsqueda de una autenticidad primitiva. Me interesé por la filosofía, en un primer momento por los desafiantes pero trillados planteamientos de Friedrich Nietzsche, más tarde por las reflexiones existencialistas de unos Sartre, Camus o Bataille, la amargura de Schopenhauer o incluso el ateísmo militante de Michel Onfray. Abrí los oídos a la música clásica, que más allá de los tópicos populares de elitismo y tedio es uno de los géneros cuya forma de expresar el poder más se asemeja a la que caracteriza al heavy metal. No hablo de Mozart o de Vivaldi, sino de la intensidad romántica de Tchaikovski, Bruckner, Beethoven, Mendelssohn o Mahler. Me dejé llevar asimismo por el resto de manifestaciones románticas del arte, apreciando la pintura de las escuelas decimonónicas, el cine clásico o las grandes novelas de antes de la Primera Guerra Mundial, en oposición al excesivo gusto por lo frívolo, lo presuntamente original y lo inmediato, rasgos principales de la época que me ha tocado vivir. Y no menos importante, me acostumbré a pensar por mí mismo en un contexto global en el que eran escasas las personas que compartieran mis opiniones, gustos o intereses, y aprendí a convivir con ello sin problemas ni traumas.

 Además de todo lo dicho, el black metal empezó a suponer para mí, descreído de cualquier credo organizado, una especie de refugio espiritual en el que enraizar todas las aspiraciones de trascendencia y profundidad existencial que agitaban mi fuero interno. En cierto modo, todas esas evocaciones de grandeza, autenticidad y conexión con las leyes del cosmos me hacían sentir más integrado en el devenir verdadero del mundo de lo que hubiera experimentado anteriormente. Todas esas ideas me inspiraban para concebir mi vida como una búsqueda de algo verdaderamente importante, una aventura en pos de una gran realización, y no un periodo más o menos largo que llenar con un trabajo vacío, actividades intrascendentes pero populares y diversos pasatiempos para echar los ratos muertos. Todo lo que escapa de forma inteligente de la vida cotidiana es un poderoso acicate para disparar la imaginación, el poder de la mente y las aspiraciones vitales, y el black metal no es una excepción en este aspecto. Fue en estos tiempos de efervescencia en los que decidí dejar de lado definitivamente la televisión como compañera cotidiana y ocupar mi tiempo de ocio con paseos, libros y periódicos para dejar de sentir que estaba viviendo en una dimensión estanca y autocomplaciente. El black metal, junto con otras cosas que me servían y sirven de inspiración, era una fuente inagotable de ánimo para enfrentarse al mundo, un refuerzo de mi rechazo a tantas cosas que no quería que formaran parte de mi vida, y de mi determinación de buscar otras, menos evidentes, que pudieran llenarme más. Además, el hecho de que fuera una corriente bastante desconocida y poco valorada me hacía reafirmarme en mi deseo de escapar al conformismo de la gente “corriente” que me rodeaba, empeñada, por imperativos sociales, en mantener un entorno anquilosado, aséptico y banal.

 Soy consciente de que hay mucha gente que, a grandes rasgos, ha llegado a conclusiones y metas muy similares a las mías a través de vías completamente distintas. No me parece que esto cuestione mi propia experiencia, sino que la corrobora al mostrar la riqueza que brinda el mundo de la cultura una vez que uno se aleja de sus facetas más triviales y superfluas. He de señalar, sin embargo, que pese a algunas derivas en sentido contrario a lo largo de su historia, el black metal constituye desde sus inicios una forma de arte sin compromisos que existe por y para sí misma. Esto es una gran diferencia con respecto a otras manifestaciones culturales en las que son evidentes la búsqueda y la importancia del éxito. Uno no monta un grupo de black metal para ser famoso o para ganar dinero. Son raros los casos de individuos militantes en este género que consiguen vivir de su música, y a muchos ni siquiera les importa. La mayoría tiene su trabajo aparte, como todo hijo de vecino, y dedica a su faceta artística las horas más preciadas, las que consigue arrancar a las vicisitudes del día a día. Distribuye sus publicaciones en sellos minúsculos, se da a conocer principalmente gracias a la actividad desinteresada y entusiasta de aficionados al género que mantienen fanzines, blogs o programas de radio y termina afianzándose gracias a recomendaciones que vuelan de boca en boca. Con la llegada de Internet, el proceso se ha hecho más transparente, pero su naturaleza no se ha visto alterada en exceso.

 En un estilo tan minoritario, vender varios miles de copias de una obra supone un triunfo tan colosal como sorprendente, razón por la cual las nuevas tecnologías no lo han torpedeado ni le han hecho sentirse amenazado, muy al contrario, todas las posibilidades de difundir la propia música redundan invariablemente en efectos positivos de algún tipo, algunas veces no pecuniarios, pero en ocasiones sí. Como en cualquier sociedad, tanto mayoritaria como minoritaria, existen tendencias, modas pasajeras y luchas de egos, pero en el black metal éstas rara vez están motivadas por deseos exclusivos de vender o de llamar la atención, lo que permite que en muchos casos la calidad pueda brillar por sí misma sin necesidad de reclamos, a diferencia de buena parte de las actividades humanas. Detalles como éste son los que a mis ojos permiten distinguir el arte de la mercancía o del entretenimiento, que al fin y al cabo son uno y lo mismo, y otorgan relevancia atemporal a un género que siempre ha alcanzado sus mejores cotas cuando se ha concentrado exclusivamente en sí mismo.

 Expuesto todo lo anterior, creo que ya me es posible añadir una segunda respuesta más elaborada y meditada a la pregunta planteada en las primeras líneas: escucho black metal porque me parece la puerta más amplia y grandiosa que existe en el terreno musical hacia la exploración de los misterios del mundo, la incitación más vehemente a aprovechar las posibilidades de la existencia y a no dejar que los días de uno se marchiten en la indolencia. Esta concepción de la vida no es exclusiva del black metal ni tampoco de las personas involucradas en él, pero hasta la fecha nada ni nadie más la ha expresado de una forma tan salvaje, profunda y valiente, y, ante todo, absolutamente sublime, o al menos yo no tengo aún constancia de ello.


Belisario, julio de 2011





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