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El ocaso de los dioses:
Reflexiones con motivo del adiós de Judas Priest
Este verano que por fin ha terminado de morir ha contemplado uno de esos acontecimientos que sacuden la historia del metal, como ocurrió con la muerte de Ronnie James Dio hace ya más de un año. Cabe cierto margen de especulación acerca de todo lo definitivo o no que pueda llegar a ser, pero esta vez parece que la cosa va en serio: Judas Priest se retiran, y se han embarcado consecuentemente en una macrogira de despedida bautizada como "Epitaph Tour" que desde principios de verano les está llevando por Europa y Norteamérica, y pondrá el punto final a una exitosa carrera de cuatro décadas. Es sabido que las estrellas del rock con muchos años sobre el escenario gustan de orquestar regularmente despedidas lacrimógenas para luego volver a juntarse por todo lo alto un par de años más tarde, pero los Judas Priest ya tienen cierta edad, así como, seguramente, un elevado caudal anual de royalties con los que mantenerse durante el resto de sus vidas sin verse obligados a seguir de gira hasta que la demencia senil pueda con ellos.
Supongamos por tanto que la retirada es real y sincera. Esto significaría que uno de los grupos más importantes del heavy metal, uno de los pilares del género, ya no volverá a actuar en directo ni a grabar discos (esto último, oídos los dos últimos, es más un alivio que un pesar). No podemos decir que por ello Judas Priest vayan a “morir”, ya que siempre nos quedará su música para seguir disfrutándola, y ésta no corre precisamente el riesgo de ser olvidada fácilmente, pero el grupo como tal dejará de ser algo verdaderamente “vivo”, porque habrá dejado de existir. A menos que viva aislado en la galaxia de algún lejano subgénero, cualquiera se dará cuenta de lo transcendental que resulta este hecho, y de las implicaciones que tiene.
En primer lugar, se me ocurre, las posibilidades de conciertos se limitan. Judas Priest es uno de los grupos más míticos, amén de una de las formaciones con más gancho. Fueron uno de los primeros, y son referencia ineludible cuando se habla de heavy metal en general. Halford, Tipton, Hill y Downing tienen ya sesenta años. Los músicos de los demás grupos míticos no son, por lo general, mucho más jóvenes, casi todos ellos nacieron en los años cincuenta. Si Judas Priest se retiran ahora, es muy posible que el resto de la vieja guardia tampoco vaya a tardar mucho: a Saxon, Motörhead, Iron Maiden y Ozzy Osbourne quizá no les quede más de cinco años. ¿Y si hablamos de grupos un poco más recientes, como Slayer, Metallica o Megadeth? A pesar de ser más jóvenes, posiblemente no vayan a seguir pisando escenarios durante más de diez años. Lo mismo puede aplicarse a la mayor parte de grupos de la hornada ochentera. Teniendo en cuenta que apenas hay grupos de renombre que hayan nacido después del cambio de milenio, y que de todos aquellos que surgieron en los noventa no hay ninguno que alcanzara el nivel y la fama de sus predecesores, esto quiere decir que de aquí a unos años nos quedaremos sin grandes grupos de heavy metal en activo.
Esto mismo puede decirse, salvando las distancias, del metal extremo de finales de los 80 y principios de la década siguiente. Si bien a todos los grupos de death y black metal que siguen en activo aún les queda rodaje en comparación con los de estilos más clásicos, tampoco se observan grupos recientes que estén en situación de tomar el relevo cuando los pioneros se apeen. El revival que hasta cierto punto está experimentando el metal extremo desde finales de la pasada década es un fenómeno capitaneado casi en exclusiva por grupos de hace veinte años, no se trata de algo orquestado por nuevas formaciones, más orientadas en general a abrirse al metal moderno o al rock alternativo. Podríamos decir que no hay casi grupos old school modernos, si obviamos la contradicción de términos. Observando cómo avanzan las cosas, es posible plantear un interrogante de tintes drásticos pero no por ello menos realistas: ¿seguirá habiendo grupos de death y black metal en activo, tal y como hoy en día concebimos dichos estilos, dentro de quince o veinte años? ¿Es posible afirmar que, de alguna forma, “se nos acaba el metal”?
Más que una alarma catastrofista, yo diría que hipótesis como estas son una simple reflexión racional de cara al futuro. Si deja de haber grupos de metal a la vieja usanza, siempre nos quedarán los discos, aunque sería un poco triste no poder ir a más festivales ni conciertos como se ha venido haciendo hasta ahora. En cierto modo, se puede decir que el metal de hoy está fosilizado. El metal vive de las rentas al menos desde 1996. Desde entonces, los mejores grupos se han dedicado a explotar su fórmula inicial y declinarla de distintas formas o, en la mayor parte de los casos, a proceder de esa manera con la fórmula de otros. Los peores, por su parte, se han abierto a estilos y variantes que prometían popularidad y ganancias fáciles (nu metal, metal alternativo, groove metal, rap metal) a cambio de traicionar los principios del género y convertirlo en algo distinto, a veces con éxito, otras sin él. Después de década y media a la sombra desde que el glam rock destronó al heavy metal comercial de los ochenta, el metal extremo se ha vuelto mainstream de la mano de grupos modernos (Opeth, Rammstein, In Flames…) que invocan la herencia del género para reivindicar la “originalidad” de su música vana. Sin embargo, el buen metal parece ser por norma antiguo.
En los terrenos del death y black metal, tras una década (1995-2005) que ha visto caer a muchos buques insignia más bajo de lo que cualquiera habría imaginado, el actual revival (a pequeña escala) de ortodoxia old school es casi exclusivamente obra de grupos antiguos que vuelven o que nunca se fueron pero sí se despistaron. Parece ser que el metal extremo es cosa de viejos, que debe tratarse de un medio de expresión particularmente apto para los nacidos durante la década de los setenta. ¿Supone esto un problema? Sí, si pensamos en la posible ausencia futura de conciertos. No, si recordamos, como ya hemos dicho anteriormente, que el legado permanece, y que, aun con cuentagotas, todavía siguen apareciendo discos dignos de interés. No obstante, el principal problema del metal no es en realidad su desaparición física, sino el verse engullido por el panorama musical estándar, como ha ocurrido con muchos grupos antaño ilustres.
El metal de la vieja escuela que se hace hoy en día a menudo suena repetitivo, pero sigue siendo mejor que el que trata de adaptarse a estilos de música más convencionales con la falsa excusa de la “apertura” o la “evolución”, e infinitamente superior al que ha dejado de ser metal para convertirse en rock de toda la vida pretendiendo pasar por metal, sobre todo el practicado por individuos externos que ni siquiera conocen bien el género. La mainstreamización es terrible, pero el intrusismo es fatal. A la luz de este contexto, todo impulso old school es más que bienvenido, a pesar de que, salvo algunas brillantes excepciones, los discos nuevos con sabor a antiguo no dejen de ser retazos del pasado, pero esto es un mal menor ante la imposibilidad de inventar algo nuevo.
El actual revival no es ninguna solución a la pertinaz sequía de nuevas propuestas, aunque esté trayendo no pocas alegrías a un panorama por lo demás bastante pobre, pero sí constituye un baluarte contra la asimilación por parte del circuito mainstream. En realidad, pese a lo tentadora que resulte, la ortodoxia no debe ser un axioma, ni un criterio, debería ser un terreno de exploración. Los grupos más originales de los géneros del metal extremo (Graveland, Summoning, Demilich, Gorguts, Voivod…) están a años luz de la fórmula canónica de sus respectivos subestilos, y sin embargo, nadie podría acusarles de venderse ni de traicionar sus principios. Lo que necesita el metal, en vez de limitarse a resucitar el sonido de los noventa con métodos modernos de clonación, es centrarse en el espíritu del género, que no entiende de técnicas ni de mixturas de subgéneros y puede resumirse en dos palabras: agresividad y ambición. Agresividad porque la música siempre debe ser violenta de una forma u otra, y ambición entendida tanto en el sentido metafórico de la búsqueda del poder, la grandeza y la iluminación como en el sentido literal de disposición para componer estructuras complejas e inusuales que reflejen los temas tortuosos y singulares a que remiten letras y música. Lo importante es no perder el espíritu de alienación ni la fantasía. Eso es lo que deben tener presente tanto las viejas leyendas del metal como los jóvenes que se adentran en su mugriento local de ensayo buscando dar el próximo paso en la historia del metal extremo.
Belisario, octubre de 2011
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