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EL METAL Y LA INDUSTRIA DISCOGRÁFICA


 Todo parece indicar que la historia reciente de la industria discográfica es la del dueño de una gallina de los huevos de oro que un buen día descubre, con gran desesperación, que el animalito ha perdido su mágico don. Lejos quedan ya aquellos días de bonanza, especialmente en la época dorada de los cedés (los años noventa), cuando a través de contratos millonarios con las estrellas del momento se conseguía multiplicar por diez el dinero invertido, amasando grandes fortunas en muy poco tiempo. Más tarde llegó Internet, las redes P2P y, más recientemente, las descargas masivas, y la industria denunció alarmada que, por todas partes, le estaban robando lo que era suyo o, en sus propias palabras, “de los artistas”.



 La reacción de la industria discográfica ante la bajada en las ventas de discos es la respuesta típica de un colectivo que ha mantenido grandes privilegios durante largo tiempo y se niega en redondo a ceder siquiera un palmo. Es bien sabido que el porcentaje por la venta de cada disco individual que reciben los respectivos artistas (los royalties o derechos) es, desde hace muchos años, una porción ridícula del pastel, en comparación con los inmensos beneficios que consiguen las multinacionales del disco con cada lanzamiento de éxito. La tendencia se intensificó a partir de la introducción del cedé, mucho más fácil y barato de producir que el vinilo, y cuyos precios paradójicamente fueron aumentando a medida que se acercaba el cambio de milenio. El resultado fue que, a finales de los años noventa, un disco compacto cuyo coste de producción era inferior a un euro podía venderse tranquilamente (en España) por 3.000 pesetas (18 euros de ahora), lo que, descontando el modesto porcentaje de derechos percibido por sus autores, dejaba en manos de la discográfica un suculento premio. Esto es lo que el público estuvo financiando durante años, hasta que entrado el nuevo milenio, con la aparición de Napster, se dio cuenta de que cualquier disco podía descargarse gratis por Internet.

 Dentro de lo no legal, la ley distingue entre quienes descargan ilegalmente música para su propio disfrute y los que la explotan para sacar provecho directo (“top manta”) o indirecto (webs de descargas con publicidad). Distingue o distinguía, porque, al menos en España, desde que se implantó la solución del “canon” de la SGAE, cualquiera que compre un soporte de almacenamiento digital está pagando, incluido en el precio, un tributo preventivo en concepto del mal uso potencial que podría hacer del mismo para guardar contenido obtenido ilegalmente, lo que de facto constituye una violación de la presunción de inocencia. Esta es la gran solución ideada por los gestores de derechos y legisladores nacionales para paliar el declive de una industria que, visiblemente, no ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos, y trata de defender a capa y espada un modelo de negocio obscenamente lucrativo, con una gestión de derechos opaca y cuestionable, pretendiendo poner puertas al campo que es hoy en día Internet y, lo que es más grave, incriminando al ciudadano común por su presunta condición de ladrón. En lugar de intentar persuadir al posible comprador para que adquiera discos originales mediante bajadas de precio, ediciones especiales o medidas similares, se opta por la cara menos amable para obligar moralmente a pagar a todo aquel que quiera disfrutar de un bien cultural, acusando a la piratería de todos los males. La realidad está demostrando el escaso éxito de esta estrategia, pero sus responsables no parecen querer darse cuenta.



 España puede ser uno de los países del mundo que más contenido cultural piratea, o eso dicen las cifras, pero quizá sea también uno de aquellos en los que más caro resulta hacerse con un cedé. Los 18 o 20 euros que puede costar un disco nuevo en una tienda son un precio ligeramente superior al que paga, por ejemplo, un finlandés por el mismo producto, en un país cuya renta media es muy superior a la española. En Alemania el precio es menor (unos 14 o 16) y en Estados Unidos es fácil que nuevas ediciones puedan comprarse por 12 dólares (unos 9 euros). Para el estándar de vida español, 20 euros no es un precio que pueda asumirse alegremente cuando uno quiera hacerse con un disco. Algo similar ocurre con los 9 o 10 euros que cuesta ver una película en el cine. El reciente éxito de la venta de entradas de cine a precio reducido, con una inmensa afluencia de público, ha demostrado que cuando la cantidad que se pide es razonable, la mayoría de la gente está dispuesta a pagarla, por mucha picaresca española que lleve encima, y a pesar de los efectos devastadores del actual declive económico. Las ventas de discos se han reducido mucho desde el año 2000, es cierto, pero no es menos cierto que pese a todo hay mucha gente que sigue comprándolos, y habida cuenta del éxito relativo de las tiendas que presentan multitud de ofertas en discos nuevos, como FNAC, no hay que ser muy listo para deducir que un precio más acorde con el coste real del producto probablemente atraería a más compradores. Para ello hay que mirar el panorama desde una perspectiva distinta a la que se ha seguido hasta ahora, y rendirse a la evidencia de que la industria del disco no puede seguir funcionando como hasta ahora.

 Al analizar la tendencia de la industria discográfica en general, naturalmente nos hemos ceñido a su faceta más comercial, la del rock, pop o rap comercial, nacional o extranjero, es decir, lo que inunda las radiofórmulas, y cuyos grandes “artistas”, los pocos músicos afortunados que venden cientos de miles de copias de sus lanzamientos, son los únicos beneficiarios reales de la gestión realizada por organismos como la SGAE o la implantación del mencionado canon. El heavy metal, por supuesto, también tiene grandes sellos y grandes grupos, aunque a estas alturas de la Historia, el volumen de las cifras que maneja no admite comparación con otros estilos mayoritarios. No obstante, uno de los casos emblemáticos de éxito comercial en el metal, el de los archifamosos Iron Maiden, constituye uno de los mejores ejemplos de cómo la industria en general podría transformar el pirateo indiscriminado en una fuente indirecta de ingresos, gracias a la publicidad gratuita que supone el ser escuchado por millones de personas, aunque sea sin pagar. Como apunta un artículo publicado hace unos meses en la prensa británica, el veterano grupo inglés, a pesar de ser una de las formaciones heavies más pirateadas del mundo, sigue siendo una máquina de hacer dinero en virtud de su éxito a la hora de convertir a oyentes piratas en fans de pago a través de sus famosos y multitudinarios conciertos, capeando de esta forma el temporal mediante la apuesta por la música en directo. Probablemente no todos los grupos estén en condiciones de lograr algo así, pero el éxito indiscutible de la fórmula es la prueba de que existen alternativas viables al antiguo modelo que hoy está en entredicho.


The Guardian, 29 de noviembre de 2013


 Iron Maiden, sin embargo, no constituye ni por asomo un ejemplo paradigmático dentro del panorama del metal a efectos económicos. Es más, se trata más bien de una rareza, junto con el puñado de viejas glorias ochenteras que aún tienen cierto tirón entre un público que comenzó a fraguarse en aquellos tiempos en los que el heavy metal estaba de moda. Para la inmensa mayoría de grupos, en especial en los estilos extremos, la forma de funcionar es el underground: pequeñas discográficas y distribuidoras, y reductos reducidos de público. Por supuesto existen también sellos de tamaño considerable (Nuclear Blast, Century Media, Napalm Records, Season of Mist…) con grupos que podríamos definir como comerciales, que funcionan de manera similar a las grandes discográficas, aunque a menor escala, mediante fichajes prometedores y grandes lanzamientos. No obstante, la gran mayoría de grupos sobrevive en un nivel mucho más artesanal donde el boca a boca, los pequeños medios (promotoras y distribuidoras) y el apoyo indispensable de los fans individuales desempeñan un papel fundamental. Estos ambientes se nutren principalmente de la devoción, en gran parte desinteresada, de sus participantes, y por ello son, por una parte, focos entusiastas de agitación musical y, por otra, entornos favorables para una actividad creativa no sometida, o al menos no totalmente, a las reglas del mercado.

 Que un grupo de black, death o doom metal sin excesivo renombre coloque varios cientos de copias de un disco es toda una hazaña. Pero que otro algo más conocido consiga, a través de una discográfica que cuente con más medios, vender varios miles de unidades de un álbum, eso es un verdadero milagro. Los discos de estos estilos nunca suelen arrojar grandes cifras al instante, al contrario de lo que ocurre con los grandes pelotazos, tan descomunales como efímeros. Las tiradas de álbumes publicados por grupos de los géneros mencionados, si tienen buena recepción, tarde o temprano se acaban vendiendo, porque los fans del metal son fieles a los grupos, aprecian la música y pagan por ella. Buena parte de las personas involucradas es plenamente consciente de que el metal existe y sobrevive gracias a ellas, y por eso apoyan sin dudarlo a los grupos comprando su material original. Quizá precisamente porque el estilo es tan minoritario, fans y músicos se confunden de tal forma que todos tienen presente la importancia de pagar por la música para que ésta pueda ser viable. Muy pocos de estos grupos consiguen “vivir de la música”, como se suele decir, pero ninguno podría pretenderlo honestamente, militando como lo hacen en un registro tan impopular como poco accesible. Aunque pueda parecer una paradoja, el hecho de no depender económicamente de la música, a pesar de ser una desventaja en cuanto al tiempo y los medios que se le pueden dedicar, se convierte al mismo tiempo en virtud a efectos de la libertad creativa que ello proporciona.



 En cuanto a la piratería, que tanto atenaza a la industria discográfica, para el metal underground es más una ventaja que un inconveniente. Gracias al intercambio de archivos y a las páginas de descargas, los discos de grupos casi desconocidos pueden llegar a un público muchísimo más amplio de lo que permiten los medios de distribución y promoción tradicionales. No son pocos los grupos que permiten el libre acceso a su música a través de Internet, a sabiendas de que esto, además de notoriedad, también puede atraer a nuevos oyentes que estén dispuestos a pagar por ella. Con la multiplicidad de medios que caracteriza nuestra época, ya no tiene demasiado sentido estar legalmente obligado a comprar el original de un disco que uno no ha escuchado antes (a menos que se trate de una apuesta segura), y a menudo cuando uno compra algo es porque lo ha oído antes y le ha gustado, cosa que no podría haber hecho si no hubiera tenido acceso a ello. Los nexos de tráfico de música constituyen, en una vuelta de tuerca de la visión de la industria antes expuesta, un elemento vital en la promoción y venta de discos de grupos underground, y no al contrario, como afirma el tópico manido. Esto es lo que explica que aun en la era de Internet, los estilos minoritarios no sólo no hayan desaparecido, sino que en muchos casos han salido reforzados, gracias a la proyección que ofrece la posibilidad de llegar gratuitamente a un número ilimitado de oyentes potenciales. Algunos sellos de menor tamaño, que a todas luces no hacen suficiente dinero como para plegarse a criterios exclusivamente comerciales, pueden apostar con mayor libertad por la calidad, a la manera de las pequeñas editoriales de libros, elaborando catálogos cuidados y exigentes llenos de material interesante a precios razonables (Dark Descent, Hells Headbangers o Nuclear War Now!, entre otros).

 Otro factor reseñable, en el ámbito del metal extremo, es el soporte, algo casi tan importante como la música en sí. Mientras que el mundo en general parece haber renegado ya de los mp3 y mayoritariamente escucha música a través de plataformas tan volátiles como Spotify o YouTube, en el underground resurge con fuerza el gusto por formatos analógicos como el vinilo o incluso la casete, como respuesta natural a lo intangible y etéreo de las nuevas vías de distribución. El factor nostálgico en exclusiva no basta para explicar este fenómeno, también influye la naturaleza del propio soporte como objeto artístico, valorado por los fans. Especialmente en el caso del vinilo, que cuenta con una superficie mucho mayor que la del cedé, elementos como la portada, la impresión de las letras, los libretos y, en general, los elementos verbales o visuales incorporados cobran una importancia mucho mayor, cuyo impacto es difícil de emular con medios digitales. Puestos a “poseer” físicamente el disco, como a menudo desean los fans del metal, cuanto más analógico sea el soporte, más parece conectar con el oyente, más suyo se hace. Sellos pequeños y ambiciosos apuestan por estos formatos generalmente considerados obsoletos, agotando sus ediciones en una época en la que las grandes discográficas pocas veces colman sus expectativas, triunfando en cierta forma en plena “crisis” del disco.



 Tal vez el problema de la industria discográfica, en el fondo, resida en haber criminalizado sin distinción a toda la masa de clientes potenciales, negándose a comprender que la gente se ha vuelto más exigente y sólo compra lo que le gusta realmente, lo que en su opinión merece de verdad la pena. En un contexto en que buena parte de la población dispone de una conexión a Internet de banda ancha a precio asequible, ni la venta de discos al por mayor puede ser tan rentable como antes, ni es tan sencillo hacer pagar a un público con un criterio más o menos definido por cualquier basura que esté de moda en el momento. ¿Por qué la gente pagaría por algo que puede conseguir gratis? La respuesta es sencilla: porque lo valora. Esto es lo que explica que en el metal los discos, a pesar de que generalmente no arrojen grandes cifras debido a lo minoritario de su público, a menudo sigan vendiéndose años después de su publicación, con o sin reediciones, siendo el factor novedad mucho menos importante que la apuesta por un producto cuyo valor subsista a largo plazo. He aquí la clave de la supervivencia de un género underground durante más de dos décadas, al margen de las modas mayoritarias. La gran industria haría bien en tomar nota, quizá alguna de estas soluciones ingeniosas podría servir también para los productos comerciales vendidos a gran escala. A fin de cuentas, no es que el metal sea especial por ser minoritario, como todo lo pretendidamente cool, sino que ocurre justamente al revés, es minoritario debido a lo particular que es. Mientras siga cuidando este aspecto y evitando ser asimilado por la música popular mayoritaria e inofensiva, conservará su identidad y su público, y seguirá editando discos que los fans quieran comprar para escucharlos durante toda la vida.


Belisario, junio de 2014





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