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EL METAL Y LA GUERRA


 De vez en cuando alguna persona ajena al metal, al ver las imágenes inquietantes y/u horrendas de mis camisetas, me pregunta si esos grupos y esa música que a mí me gustan no hacen acaso apología de la guerra. Lo mismo me ocurría alguna vez con familiares cercanos, hasta que en algún momento debieron de acostumbrarse y dejaron de manifestar su extrañeza. Al principio no sabía muy bien qué contestar, mi respuesta inmediata habría sido que no, pero un no con matices quizá demasiado complejos de explicar para quien no está familiarizado con el lenguaje del género. La pregunta es ciertamente difícil de responder, como cuando alguien quiere saber si el black metal es nazi o no, o si “todo va en serio o es sólo imagen”. Una aclaración referente a estos dos puntos no podría obviar, como ocurre con la cuestión de la guerra, que existe una zona gris de extensión considerable en la que no es posible hablar de absolutos porque precisamente su existencia se debe a la necesidad de escapar de ellos. Pero, entonces, ¿cuál es la relación del metal con la guerra?



 Es indudable que el metal está imbuido hasta el tuétano de belicismo. El mismo nombre del género remite, entre otras cosas, al entrechocar de armas en combate, por no hablar del atuendo de los músicos, los temas de las letras o las imágenes de las portadas. No obstante, por importante que sea este elemento, no deja de ser una alusión o un referente antes que la propia esencia del mensaje. Es cierto que a menudo el metal ensalza la guerra, pero lo hace de una forma muy similar a como lo hacía el Romanticismo, dentro de una serie de temáticas recurrentes que servían para vehicular las ideas que le eran propias. En la visión romántica, con la que el metal está claramente emparentado, la guerra se percibe como algo terrible y a la vez fascinante que, como los paisajes desolados en los cuadros de Caspar David Friedrich, las situaciones extrañas y angustiosas de los cuentos de Poe o los monstruos espantosos de los relatos de Lovecraft, ponen a prueba al hombre y le hacen sentirse muy pequeño frente a un mundo hostil y desconocido. Este es uno de los aspectos que distinguen al metal de buena parte de la música popular, centrada por lo general en los sentimientos y las vivencias cotidianas, al lado de la cual el metal aparece como algo sombrío y terrible, inequívocamente amenazador.

 Existen grandes diferencias dentro del propio metal en cuanto a la concepción de la guerra o la referencia a la misma, que tienen que ver, entre otros factores, con el subgénero concreto que se quiera abordar. Para Manowar y el power metal de los ochenta la guerra es exaltación del esfuerzo, de la capacidad de resistencia y perseverancia y, en suma, de la libertad, todas ellas cualidades positivas que pueden ser contrapuestas a la realidad tediosa y encuadrada del mundo occidental presuntamente pacífico. De la misma época existen ejemplos contrarios, como el de Sodom, para quienes la guerra es una experiencia traumática y horrible de la que no es posible escapar. El metal posterior incide en esta vía con grupos de death metal y grindcore como Asphyx o Bolt Thrower, que se centran en una visión de la guerra tan cruenta como fascinante. El black metal, por su parte, entronca en ocasiones con el metal más antiguo al ensalzar el espíritu de lucha y supervivencia, en grupos de música épica tan distintos como Graveland o Moonblood, o bien desarrolla una perspectiva extremadamente cruenta o incluso abstracta y mitológica de los desastres de la guerra, como es el caso, respectivamente, de Sammath y Blasphemy. Todo esto se manifiesta en la propia música, no sólo en las letras, la estética o un mensaje más o menos explícito, formando parte intrínseca de cada propuesta individual.

 Observamos por tanto que existen dos corrientes bien diferenciadas, que pueden acotarse aproximadamente por subgéneros: por un lado la épica de la lucha y la fascinación por la guerra, una visión romántica con un prisma ennoblecedor, y por otro la imagen de un horror de proporciones descomunales que supone una amenaza para la supervivencia de una sociedad adormecida e inconsciente, y quizá encontró su mejor expresión en la obsesión con un apocalipsis atómico de algunos grupos de thrash metal, con Nuclear Assault a la cabeza. Ambas concepciones, en realidad, remiten a las mismas circunstancias, ya que son una forma de escapar o al menos distanciarse de una sociedad moderna alienada que niega la dura realidad escondiéndola tras un marasmo de distracciones, publicidad y lavado de conciencia. No en vano, el metal es en cierta manera una respuesta a lo que se percibe como un condicionamiento en los países de cultura occidental desde los años setenta, cuando a pesar de su creciente nivel de vida y de formación, o quizá precisamente por ello, una parte de la población dejó de fiarse de los gobiernos, de la idea de progreso e incluso de la convicción de que había un Dios que estaba de su lado. Antes de aquello, la música popular era, en el caso más extremo, canción protesta suave y melodiosa, y a día de hoy podemos ver aún que en los países más pobres y castigados la música popular suele ser alegre y positiva, como si hiciera falta una sociedad próspera y desarrollada para engendrar música oscura y pesimista.

 ¿A qué se debe esta aparente dicotomía? Detrás de la fachada de progreso y bienestar hay una realidad oculta, quizá no tan terrible e inmediata como morir de inanición en un país sin recursos, pero también traumática a su manera: la falsedad de vivir en lo que se vende como el mejor de los mundos posibles mientras el orden mundial neoliberal mantiene y fomenta desde hace décadas la miseria, la opresión y la violencia en el resto del planeta, pero también en no pocos rincones y sectores de las regiones más boyantes, empleando entre otras herramientas las confrontaciones armadas. No se trata ya de guerras totales que involucren directamente a la población, sino principalmente de campañas lejanas que los medios retransmiten como si fueran videojuegos hiperrealistas. La prensa y los gobiernos hablan de guerras “limpias”, de operaciones “quirúrgicas” o de “pacificar” zonas en conflicto, cuando mucha gente se ha rendido ya a la evidencia de que lo que realmente está en juego es la dominación estratégica y los cínicos intereses políticos y económicos de los actores más poderosos. Esta contradicción evidente en países modernos que presumen de democracia, libertad y humanidad, genera una auténtica neurosis a nivel de sociedad que en el metal se manifiesta a través del recurso a todo lo que es desagradable, horrible y peligroso, como metáfora de lo real en contra del perfecto estado aparente de las cosas. Puesto que hablamos de una expresión artística, esta constante no se articula en forma de análisis crítico ni de denuncia argumentada, más bien constituye una inspiración, indefinida pero evidente, que se nutre de la constatación de la hipocresía, la censura, la prepotencia de los poderes y el espejismo de paz y seguridad que domina en Occidente, retratados de manera magistral en los últimos discos de Master. El metal no puede ni quiere aportar posibles salidas ni soluciones, porque eso corresponde a otros ámbitos, y su enfoque siempre es más individual e imaginativo que social y concreto, pero sí se hace eco de esta realidad incómoda como observador atento que no quiere callar y participar así por omisión en la gran mentira global.

 La guerra desde el punto de vista del metal no debe por tanto entenderse como burda apología, sino como evocación que invita a reflexionar y cuestionar el statu quo, una voz que no entiende de absolutos ni ideas preconcebidas y a la que por ese motivo es muy difícil poner una etiqueta inequívoca que certifique la peligrosidad o la ausencia de la misma. Una excepción a esto podría ser el mensaje de los grupos de black metal nacional-socialista o NSBM, pero estos no solamente suponen un mínimo porcentaje de los grupos de (black) metal existentes, sino que habría que dilucidar hasta qué punto su postura es realmente literal y política u obedece también a un tipo de evocación menos sutil y mucho más agresiva. La imagen de la guerra, al igual que otros temas propios del metal, como el fin del mundo, los terrores fantásticos o las epopeyas heroicas, provienen de la conciencia de que la existencia humana es precaria y frágil, y lo sigue siendo en todos los países, a pesar de que las sociedades privilegiadas hayan tratado de ocultar y obviar esta realidad para no entorpecer el funcionamiento de la maquinaria del sistema. El metal se rebela contra esta ilusión, y por eso no es música cool, no sirve para hacer amigos, no genera aceptación en las jerarquías sociales ni las reuniones familiares, porque su lenguaje se alimenta de fantasmas que, como la guerra, están excluidos de cualquier conversación civilizada y elegante. La guerra es pues una fuente de inspiración, entre muchas otras, y cualquiera que se tomara la molestia de conocer un poco el metal podría llegar a esta conclusión, si no queda horrorizado en la primera impresión, cosa que le sucede a la mayoría de la gente. Aunque pensándolo bien, quizá esto no sea tan malo, porque implica que, a través del metal, todas esas ideas oscuras todavía son capaces de remover algo en muchas conciencias que parecen no tener problema en vivir día a día una ilusión hipócrita y autocomplaciente.


Belisario, octubre de 2016





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