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EL METAL EXTREMO EN EL CINE



 Películas que traten el heavy metal hay unas cuantas, pero las que abordan el metal extremo podrían contarse con los dedos de una mano, y todas ellas son bastante recientes. En un formato tan mainstream como suele ser el cine, no es nada raro que el metal extremo haya quedado por lo general fuera del radar, aunque es preciso puntualizar que el tratamiento recibido por el heavy metal más convencional nunca ha sido realmente ortodoxo. Desde que dicho género se puso de moda a finales de los setenta, casi todas sus apariciones en la gran pantalla han retratado un tipo de música fundamentalmente anclado en el rock, sin que puedan discernirse diferencias claras entre ambos campos. Ese es el caso de El mundo de Wayne (Wayne's World, 1992), Cabezas huecas (Airheads, 1994) o, al otro lado del charco, las dos partes de Isi/Disi, Amor a lo bestia (2004) y Alto voltaje (2006). Todas ellas coincidían en una visión estereotipada y humorística, pero que no entraba en disquisiciones sobre la propia música o los aficionados a la misma.

 En esencia, no hay excesiva diferencia con las películas, mucho más numerosas, que abordan con más o menos fortuna el mundo más amplio del rock, como por ejemplo Cero en conducta (Detroit Rock City, 1999), Escuela de rock (School of Rock, 2003) o la que sin duda es la mejor de todas y un clásico imprescindible, This Is Spinal Tap (Rob Reiner, 1984). Ahora que un producto comercial como Lords of Chaos acaba de traer de vuelta al mundo del cine ecos del metal extremo y underground –poniendo todo el énfasis en el drama y casi nada en la música, como era de prever–, no es mal momento para echar la vista atrás en busca de otros títulos que se hayan sumergido también en los terrenos más oscuros y recónditos de los estilos guitarreros.

[Se aconseja a quienes no soporten los spoilers que visionen primero
las distintas cintas mencionadas antes de seguir leyendo.]



 Una de las películas más conocidas que retratan directamente el ámbito del metal extremo es la islandesa Málmhaus o Metalhead (Ragnar Bragason, 2013), que cuenta la historia de cómo una joven originaria de un entorno rural se deja atrapar por el black metal tras la trágica muerte de su hermano en un terrible accidente con maquinaria agrícola. Aunque en este filme se escucha mucha música metal de diversos tipos, el descenso de la protagonista hacia los infiernos del metal extremo está directamente relacionado con una época de graves dificultades personales, de las que la protagonista consigue salir con el apoyo de su familia y su comunidad, para terminar cambiando el metal por un rock atmosférico a lo Sigur Rós que pueda ser del agrado de la gente de su pueblo. No se menciona explícitamente que el black metal sea el mal absoluto, pero su asociación con la negatividad y la autodestrucción es más que evidente, y queda patente que lo único que puede aportar a quien lo escucha es un regodeo en la soledad y el sufrimiento.

 La conclusión presentada es que el gusto por el metal extremo es algo pasajero relacionado con la adolescencia, y en cuanto se deja atrás esa fase confusa y turbulenta, lo natural es que la música también quede atrás. Incluso el sacerdote que aparece en la película confesando su gusto por el heavy metal ochentero, para intentar ganarse la confianza de la chica, le hace ver que es algo que puede estar bien durante la juventud, pero que después uno debe aparcarlo para centrarse en las obligaciones de la vida adulta y, por ende, en lo que la sociedad espera de cada individuo. El mensaje final es el de una redención en toda regla: el metal extremo queda asimilado a las tribulaciones de la adolescencia, de las que se puede y también se debe salir más pronto que tarde. Como drama personal o familiar, la trama se sostiene bastante bien, pero su carga moral se hace casi insoportable para quien no esté de acuerdo con las conclusiones expuestas.



 Algo menos famosa es la comedia francesa Pop Redemption (Martin Le Gall, 2013), que probablemente no sea muy conocida más allá de las fronteras de su país de origen. En un tono totalmente diferente al de Metalhead, narra las vicisitudes de un grupo de músicos de black metal que están entrando en la madurez y luchan por seguir adelante pese a las obligaciones de la vida adulta. Un cúmulo de circunstancias hace que terminen involucrados en un homicidio involuntario, viéndose obligados a huir de la policía con la esperanza de llegar a tocar en el Hellfest, el festival más grande de Francia, que en la película aparece retratado con tintes casi publicitarios. Por el camino, deben disfrazarse para no ser reconocidos, y adoptan la indumentaria de un grupo-tributo a los Beatles con el que se cruzan y al que roban la caravana. Al llegar al siguiente pueblo, los habitantes los confunden con el grupo original, lo que les obliga a dar un concierto de música pop. Poco a poco van tomándole el gusto hasta que, una vez en el Hellfest, reorientan su estilo para asemejarse a los Beatles, cosechando un gran éxito.

 La película es bastante graciosa en sus escenas cómicas y su burla de los clichés jebilongos, pero el mensaje de fondo no es muy distinto del de Metalhead: en algún momento hay que dejarse de tonterías y acabar haciendo lo que la gente espera de uno, sea esto música “normal” o llevar una vida adulta productiva y “sensata”. No se me ocurre una palabra mejor para definir esta idea que “redención”, y es que en este caso el vocablo forma incluso parte del propio título. El black metal que tocaban los protagonistas al principio es más un impedimento que otra cosa para poder ser feliz y relacionarse con los demás, y debe dejarse de lado, junto con las rémoras personales y los pensamientos más negativos, para llevar una vida normal que implica, entre otras cosas, cortarse el pelo, escuchar a los Beatles y vestir con ropa normal.



 Una tercera cinta que se asemeja bastante, al menos superficialmente, a la que acabamos de analizar es la finlandesa Hevi reissu o Heavy Trip (Jukka Vidgren, Juuso Laatio, 2018), que en muchos aspectos podría considerarse la versión nórdica de Pop Redemption. En ella también tenemos a un grupo, esta vez de death metal, oriundo de una zona remota de Finlandia y formado por jóvenes adultos con empleos modestos que tratan de sacar adelante su música ante las trabas que les impone el mundo que los rodea. Pero en lugar de irse acomodando a las circunstancias y cediendo a lo que se espera de ellos, estos chavales de pueblo se enfrentan a todas las adversidades, incluida la muerte de uno de ellos, para poder salir de su limitado entorno y llevar su música más allá de las fronteras de su país.

 La historia no acaba bien en términos convencionales, porque el grupo se queda muy lejos de llegar a lo que podría considerarse el estrellato, limitándose a ofrecer una breve actuación en un festival noruego antes de dar con sus huesos en la cárcel, pero la conclusión es absolutamente triunfal, porque la única meta que tenían estos chicos era dar el siguiente paso y tocar ante una audiencia afín, cosa que consiguen con creces. Las últimas frases de la película confirman que el grupo seguirá adelante a pesar de todo, sin importar lo que piense la gente, sus propias condiciones materiales o lo que las personas de su edad supuestamente deberían estar haciendo, como marcharse a la gran ciudad, buscar un buen trabajo, comprarse un coche y una casa con jardín y veranear en Málaga.

 En el espíritu que imbuye a Hevi reissu se nota perfectamente que sus creadores saben bien de lo que están hablando, y no resulta demasiado sorprendente que este filme haya salido precisamente de Finlandia, uno de los países del mundo donde el metal está más integrado en la vida de la gente. Por si esto fuera poco, la película funciona muy bien como comedia, con una sucesión de escenas que además de ser graciosas rebosan de admiración y pasión genuina por el metal como inspiración para una vida más plena e intensa, incluyendo varios pasajes de directo muy potentes y escenas tan gloriosas como un salto al vacío en un fiordo, baños en vómito y sangre de reno, una pelea a puñetazos con un glotón o una epiquísima travesía a bordo de un drakkar.



 Nada de esto, por el contrario, puede encontrarse en Lords of Chaos (Jonas Åkerlund, 2018), que pese a captar muy fielmente la estética y la atmósfera de las fotografías de la época pasa casi de puntillas por la naturaleza de la propia música, sin explicar apenas de dónde sale, qué es lo que la caracteriza y la hace especial. A diferencia del libro en el que está inspirada, que se explayaba en la exploración de todas las temáticas y fuentes de inspiración que alimentaron el conjunto de influencias musicales, filosóficas y culturales del black metal noruego, la película se centra casi exclusivamente en la relación entre Varg Vikernes y Euronymous, con el trasfondo de los crímenes cometidos por el Inner Circle, de sobra conocidos para quienes estén leyendo este artículo.

 En lugar de retratar a aquel grupo de adolescentes exaltados sin ningún respeto por la vida ni por la sociedad, profusamente descritos por Michael Moynihan hace veinte años, el guionista opta por la psicología barata, convirtiendo a Euronymous en un chaval sensible y pusilánime que se hace el duro para impresionar a su entorno (uno casi se alegra de que se lo carguen al final), y a Varg en poco menos que una víctima de acoso que acaba obteniendo su venganza al asesinar al jefe de la pandilla. No hace falta siquiera haberse leído el libro para concluir que es altamente improbable que un Euronymous inseguro y apocado hubiera resultado tan atractivo e influyente como lo fue en vida, por no hablar de que Varg nunca habría necesitado eliminar a alguien a quien ya hubiera arrebatado previamente todo protagonismo e iniciativa de una forma tan evidente.

 Si a esto añadimos, hacia el final, la confesión expresa por parte de Euronymous de que todo lo hizo por vender discos, antes de decidir cortarse el pelo (!) –suponemos que a modo de redención simbólica– así como la absolutamente inverosímil presencia de groupies por doquier, el resultado se parece más a la historia de cualquier grupo de rock de éxito, como Mötley Crüe (que también dejó muertos por el camino, que se lo pregunten si no al pobre Razzle) que a uno de metal extremo, dejando de lado toda la misantropía, oscuridad e irracionalidad que resultan esenciales para entender esta historia.



 El problema de Lords of Chaos no es tanto lo que muestra, que está bastante cuidado (en un estilo videoclip muy propio de su director), sino el enfoque adoptado, por el cual uno de los grupos de metal más intensos, extraños y convulsos que jamás hayan existido se descifra e interpreta como si hubiera sido una formación de rock o punk al uso que en determinado momento alcanza la fama. Quizá esto se deba al hecho de ser una producción estadounidense, lo que exige tramas sencillas y contenido asequible, o a ser un producto de Vice Media, una macroempresa que solamente se interesa por la música cuando le brinda material sensacionalista en el que lo musical es lo de menos, o tal vez a ser la obra de un señor mayor que fue batería de Bathory durante una breve temporada antes de sentar la cabeza y buscar un trabajo de verdad, como es hacer vídeos musicales para Madonna.

 Una adaptación que se hubiera empapado realmente de lo que expresa el libro homónimo habría incluido más música, más grupos, menos psicología, más paseos por el bosque, grabaciones de la naturaleza y reflexiones de los personajes sobre sus inspiraciones, en definitiva, algo más artístico, más cercano al documental y probablemente mucho menos lineal y vendible. Lo que queda claro es que la película como tal tiene más de neurosis moderna y morbo concentrado que de exploración genuina de una época que no por haber sido architrillada deja de ser fascinante, aunque más por su aspecto musical, ideológico y cultural que por las páginas de sucesos que llenó en su día que, no lo olvidemos, palidecen si se comparan, por ejemplo, con los cadáveres que dejó el gangsta rap allá por la misma época.



 Con un tono y un estilo radicalmente diferentes de los de Lords of Chaos, Metalhead e incluso, en cierta forma, también de Pop Redemption, Hevi reissu expresa de una forma más clara, profunda y lograda el espíritu del metal extremo, en opinión de este autor, que las otras tres películas analizadas, en especial la más reciente, y además lo hace sin pretensiones, con una ligereza digna de elogio, y sabiendo entretener. De todos los títulos comentados, es el único que capta la esencia, que rebosa de actitud y filosofía del metal aplicadas a la vida diaria, y resulta jodidamente metalero en todas y cada una de sus escenas. Evidentemente, todo lo que se muestra es exagerado, pero nada es inconexo ni ilógico, y no hace falta recurrir a sorpresas efectistas ni dei ex machina que arruinen la trama sin aportar nada sustancial a la misma.

 Quizá por ser finlandeses, los actores comprendieron perfectamente lo que se esperaba de ellos y brindan magníficas interpretaciones, encarnando a personajes muy auténticos que a través de su pasión por la música superan sus problemas personales y circunstancias inmediatas para atreverse a hacer cosas y salir de los confines de su pueblo natal. Ambientada en un entorno rural, la historia probablemente sea muy similar, si obviamos el tono cómico, a los comienzos de cualquiera de los grupos finlandeses de death metal de la primera hornada, que surgieron casi exclusivamente de municipios de tamaño modesto, situados en mitad de la nada. Por último pero no menos importante, la canción que el grupo sucesivamente compone, ensaya y toca en un escenario es death metal de verdad, genérico y un poco trivial si se quiere, pero firmemente anclado dentro del marco metálico sin plegarse a ningún influjo externo, y la ejecución de la misma va creciendo en intensidad hasta hacer enloquecer a todo un festival.

  Hevi reissu es una historia de pasión, de locura canalizada a través de la creatividad y espíritu de superación, y todo eso la convierte en la película más genuinamente metal que un servidor haya visto y disfrutado hasta la fecha.


Belisario, mayo de 2019





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