Hace unos pocos meses, con ocasión de la visita de unos amigos de la familia que estaban haciendo el Camino de Santiago, me vi en la situación de tener que asistir a una misa en la catedral de mi ciudad adoptiva, algo que, por circunstancias del destino, no había hecho aún hasta la fecha. Una vez allí, descubrí que el servicio en cuestión incluía una ceremonia de nominación de dos sacerdotes, lo que significa que se alargó hasta el triple de lo habitual, casi dos horas. Esa permanencia prolongada en un ambiente fervoroso, entre el humo embriagador del incienso y el tronar del fastuoso órgano situado en el coro, fue muy propicia para toda suerte de reflexiones, más allá de la sorpresa inicial y el hartazgo progresivo. Observar con detenimiento el boato religioso, la repetición de las mismas palabras y gestos vacíos, y el anacronismo de todo el sistema de creencias que sirve de base me trajo a la mente la blasfemia y rabia antirreligiosa que incendiaron los días de mi adolescencia tardía, cuando a los diecisiete años descubrí el black metal. Hace más de dos décadas de aquello, pero esa pulsión negativa fue el combustible de muchas de mis ideas de aquella época, cuyas repercusiones se han extendido en parte, creo yo, hasta la actualidad. Después de tanto tiempo y ya a las puertas de la madurez, ¿qué queda de esa blasfemia?
Tal vez no sea necesario precisarlo, pero como le ocurrió a muchos de mis compatriotas criados en la misma época, mi trasfondo familiar fue marcadamente católico. No obstante, a diferencia de lo que sucedía en la mayoría de las familias, la mía era muy practicante, por lo que tuve un conocimiento de primera mano, para bien y para mal, de lo que es la religión cuando se sigue y se respeta en serio. A medida que iba creciendo, dos fueron los problemas principales que percibí en esa fe familiar que me fue inculcada desde los primeros años. Por una parte, la tremenda hipocresía de tantos creyentes que no practican lo que dicen creer; por otra, la manifiesta falta de adecuación a la realidad actual, que la Iglesia Católica y las demás iglesias cristianas padecen desde hace siglos. Se repiten las escrituras y la liturgia al pie de la letra, pero pasados dos mil años Cristo no acaba de volver, y la mayor parte de las ideas que servían en los tiempos de la dominación romana de Galilea poco pueden decirle al ser humano moderno. Al descubrir el black metal se sumó un nuevo conflicto: la evidencia de la imposición del cristianismo sobre formas anteriores de religiosidad, más primitivas pero no menos auténticas. La importancia de reconectar con aquello me parecía no sólo urgente, sino también fascinante, y así lo sentí durante unos cuantos años.
Con el paso del tiempo, mi postura no se fue suavizando por efecto de la inercia social, pero sí matizando a través de distintas lecturas. La Teoría de la Religión de Georges Bataille y sobre todo Lo Sagrado y lo Profano de Mircea Eliade me dejaron claro que era imposible volver al paganismo original por el simple hecho de que aquello se había superado a través del cristianismo, hasta llegar al agnosticismo y ateísmo modernos. De la misma forma en que es imposible seguir venerando deidades naturales cuando se impone un Dios que es más grande que el universo y está en todas partes, al descubrir cómo funcionan las leyes de la física y trascender sucesivamente los límites geográficos, astronómicos y moleculares, la fe humana en cualquier religión monoteísta se desmorona inevitablemente porque resulta insostenible, cosa que puede detectarse en la cultura occidental al menos desde Spinoza (otra lectura reveladora). A día de hoy, en el Occidente laico y próspero –una categoría más sociológica que geográfica–, son sólo los fanáticos, los pobres y los ignorantes quienes siguen creyendo a pies juntillas en el mismo Dios del medievo.
¿Qué quiere decir esto último? Que en el mundo actual Dios ya no es una amenaza, ni tampoco un enemigo a eliminar, tal y como lo concebían los primeros grupos que conceptualizaron el black metal entre las décadas de 1980 y 1990, sino que es un enorme cuerpo moribundo que se va desintegrando por sí solo (de nuevo, principalmente en el Occidente más laicizado). Esta atenuación de la religiosidad –que no la religión– deja tras de sí tradiciones, ritos e instituciones que tienen más de inercia que otra cosa, pero sobreviven todavía gracias al hecho de no haber tenido más que reemplazos parciales, tales como la filosofía, la política, la cultura o incluso el fútbol, que hacen las veces de alimento identitario e incluso existencial para muchas personas, pero no logran unir a toda la sociedad como ocurría antaño. Pese a que algunas instituciones, congregaciones y grupos religiosos conserven un considerable poder económico y político, el Dios cristiano carece ya prácticamente de influencia espiritual sobre la sociedad en su conjunto en la mayoría de países europeos, incluido el mío, donde hace apenas sesenta años su figura era aún una verdad monolítica respaldada por un estado fascista que lo empleaba como eficaz medio de control.
Precisamente por esa falta de sustituto global que llene su ausencia, el legado de la religión sigue existiendo como referente en varios niveles, como puedan ser la ética (si pensamos en los valores más allá de la institución de la Iglesia), la historia del arte o de las ideas, ámbitos que pueden llegar a ser positivos incluso para quien abomine de la jerarquía eclesiástica. Aquel que, como quien suscribe, guste por un lado de hacer turismo histórico y, por otro, trate de incrementar su cultura personal a través de lecturas diversas, acaba con el tiempo haciendo las paces con no pocos aspectos de la religión, aunque sólo sea porque esa oposición frontal que alimentaba en un principio se ha llenado de matices al ir conociendo tanto la rica historia de las religiones como el limitado planteamiento, a nivel ideológico y filosófico, de los primeros grupos de metal anticristiano. La evidencia de que la religión está históricamente imbricada en muchas cosas que pueden ser de interés cultural, como la arquitectura, la literatura, la pintura o la música, es suficiente para empezar a percibir con otros ojos los frutos artísticos de esta, a pesar de no compartir ni aprobar sus fundamentos.
Otro aspecto no menos importante a considerar es el hecho de vivir en sociedad, con el amoldamiento que esto implica más allá de los primeros años de juventud salvaje. El mismo Quorthon afirmaba en una entrevista que cuando uno se hace mayor y empieza a pagar impuestos, deja de rechazar la sociedad en su conjunto y empieza a pedir algo a cambio de lo aportado, y me parece que no podría haber personalidad más relevante a la que citar en este asunto. Tras años de fantasear con quemas de iglesias y destronamiento de ídolos, uno opta por volverse civilizado y tratar de entenderse con personas que puedan pensar de otra manera, y que incluso tengan fe religiosa, por la simple razón de que ya no está tan seguro de que una sublevación satánica o una utopía neopagana puedan ser la solución de nada, a juzgar, por un lado, por la indignación social y el reforzamiento de la religión comunitaria que produjeron episodios de vandalismo anticristiano como los de la Noruega de principios de los noventa y, por otro, por los distintos intentos fracasados de restablecer el paganismo, empezando por el de Juliano el Apóstata, ya en el siglo IV de nuestra era.
Lo expuesto en los dos párrafos anteriores no quiere decir que uno se haya aburguesado o rendido y haya renunciado a la poderosa carga que la actitud blasfema del metal puede aportar a la existencia, o eso quiere pensar. Entre los beneficios tangibles que sigue obteniendo de ella figuran, en primer lugar, el refuerzo de la actitud de desconfianza ante cualquier forma de creencia organizada, la autonomía personal a efectos intelectuales y, por otra parte, un fomento de las ansias de romper tabúes y acceder a un conocimiento menos evidente (lo que podría ser una de las interpretaciones del satanismo filosófico). También es indudablemente una forma de vida, a través de la pertenencia a una subcultura establecida (la heavy o metalera) que, como todas las culturas, consiste esencialmente en renunciar a una serie de opciones divergentes a cambio de certidumbres y valores compartidos, que sirven para organizar la propia existencia e identidad.
Esto último puede parecer paradójico pero no lo es: para poder avanzar en la vida y ser verdaderamente libre es preciso tener una base y un contexto, y el metal, con su actitud insobornable, rebelde y blasfema, aporta con creces ambas cosas. En eso ha quedado la blasfemia para mí, y puedo decir que, aun sin la furia y la novedad de antaño, sigue siendo algo muy importante. Renunciar a ella habría sido renegar de todas las ideas y pasiones de juventud, catalogarlas como inmadurez o infantilismo, pasar página como si nunca hubieran existido y abrazar el conformismo social, cuando lo que he hecho y sigo haciendo a día de hoy es profundizar en ellas, seguir descubriendo y aprendiendo, como si la puerta abierta hace tantos años por esa música llegada de otra dimensión nunca se hubiera cerrado. Uno cambia y se transforma, pero aquello que insufla verdadera vida no se agota jamás, por lo que no tendría ningún sentido abandonarlo.
Escuchando: Apokatastasis – 2024 – The Withering of the Disconsolate